Halil Bárcena, "Perlas sufíes. Saber y sabor de Mawlânâ Rûmî" (Herder, 2015).

«Es verdad que jamás un amante busca a su amado sin haber sido buscado antes por éste» (Mawlânâ Rûmî, Maznawî III, 4393. Traducción: Halil Bárcena).

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Bienvenidos al blog del "Institut d'Estudis Sufís" de Barcelona (Catalunya - España), un centro catalán e independiente, dedicado al estudio de la obra del sabio sufí Mawlânâ Rûmî (1207-1273) y el cultivo del sufismo mevleví por él inspirado, en nuestro ámbito cultural.

Aquí hallarán información puntual acerca de las actividades públicas (¡... las privadas son privadas!) que periódicamente realiza nuestro instituto. Dichas actividades públicas están abiertas a todo el mundo, ya que nadie ha encendido una luz para ocultarla bajo la cama, pero se reserva siempre el derecho de admisión, porque las perlas no están hechas para los cerdos.

Así mismo, hallarán en el blog diferentes textos y propuestas relacionados con el islam, el sufismo y la sabiduría tradicional. Es importante saber que nuestra propuesta sufí está enraizada en la sabiduría coránica y la
sunna muhammadiana, porque el sufismo es el corazón del islam, pero el islam es el corazón del sufismo.

El blog está pensado como una herramienta de trabajo para todos aquéllos que tienen un sincero interés por Mawlânâ Rûmî, en particular, y la senda del sufismo islámico, en general. Por ello, sus contenidos se renuevan puntualmente. Si se suscriben al blog podrán recibir información puntual sobre todas las novedades que se produzcan.

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martes, 27 de mayo de 2008

Sufismo, una vía desconcertante




SUFISMO,
UN ASUNTO EXTRAÑO
Y DESCONCERTANTE




Halil Bárcena





A manera de introducción:
islam , más allá de los tópicos

El caudal de información sobre el islam del que disponemos hoy en día es desbordante, y sin embargo ¡qué poco es lo que en verdad conocemos acerca de la que es la segunda religión de la humanidad, profesada por más de mil doscientos millones de personas! Uno tiene la impresión de que sobra mucha información, a menudo tendenciosa, acerca del islam, mientras que por el contrario el conocimiento real escasea. No sin razón Hans Küng se ha referido a la niebla tóxica informativa que cubre la religión de los musulmanes. A menudo, quince siglos de islam quedan reducidos a un puñado de prejuicios y caricaturas, idées reçues y burdas generalizaciones, que no hacen sino desfigurar el perfil de una religión, el islam, que como el resto de expresiones religiosas históricas presenta una enorme pluriformidad. Y es que, en efecto, el islam en modo alguno constituye un bloque homogéneo, monolítico, igual a sí mismo en todo lugar, tiempo y situación. Al fin y al cabo, el islam es antes que nada la vivencia espiritual propia, única e irremplazable de cada musulmán y musulmana.



El islam no tiene una sola cara; de hecho, jamás la ha tenido. Antes bien, son muchos y muy diversos (¡algunos casi irreconocibles para algunos!) los rostros tras los cuales el islam se nos ha presentado a lo largo de sus más de mil cuatrocientos años de historia. Una historia, justo es reconocerlo, luminosa en muchos casos, aunque también oscura, muy oscura, demasiado a veces, en otros. En suma, el islam es heterogéneo y plural, aunque no más ni tampoco menos que el resto de tradiciones religiosas. En ese sentido, cabe decir que lo que podríamos denominar islam mediático, ese que nos proponen a diario los diferentes medios de comunicación, un islam bronco y huraño, mostrado siempre en su lado conflictivo y amenazador, no es sino una caricatura grotesca y simplista que para nada hace justicia a la compleja, rica y fértil realidad del amplio mosaico de sensibilidades espirituales, algunas de ellas contrapuestas entre sí, que, en definitiva, constituye el islam. A mayor abundamiento, el islam no puede ser reducido a una ideología política como a menudo se afirma demasiado a la ligera. Hoy, más que nunca, es preciso recordar, y decirlo sin embudos, que el islam es, básica y fundamentalmente, una revelación espiritual, y nada más. Dicho de otra forma: el islam es, en primer lugar, y antes que nada, una forma de relación entre el hombre y la divinidad, una manera de entender y vivir el gran misterio de lo sagrado.

Un islam, todo sea dicho de paso, inmerso hoy en una profunda crisis de identidad cuyas nefastas consecuencias, sangrientas a veces incluso, trascienden los márgenes de lo estrictamente islámico, como desgraciadamente venimos asistiendo de unos años a esta parte. Dicha pluralidad islámica viene a cuestionar en parte las tesis de Samuel P. Huntington en torno al supuesto choque de civilizaciones, una teoría muy útil para mentes perezosas y apresuradas, poco dadas a la reflexión matizada, por lo que tiene de maniquea y reduccionista, pero cuyos presupuestos requieren una profunda revisión analítica. Las religiones, las culturas, las civilizaciones no son realidades monolíticas. Toda religión es compleja y genera complejidad. Un ejemplo: uno de los conflictios más cruentos de la segunda mitad del siglo XX fue el que enfrentó a iraníes e iraquíes, dos países islámicos, en una guerra atroz.




Con todo, que nadie se equivoque. Lo dicho hasta ahora no exime al islam, mejor aún, a los musulmanes, de sus propias responsabilidades. Porque la ignorancia respecto al islam, por ejemplo, no es cosa sólo que tenga que ver con los no musulmanes. A mi modo de ver, uno de los males que aquejan al islam contemporáneo es, precisamente, el profundo desconocimiento de sí mismo, de su rico pasado, de sus mejores tradiciones, que padece. Y es, precisamente, dicho empobrecimiento cultural y espiritual una de las causas, tal vez la más determinante, de tanto desvarío como vemos casi a diario. Al mismo tiempo, nadie debiera dudar que un fenómeno reciente como el jihadismo, en tanto que enfermedad ideológica aguda del islam, constituye hoy en día una grave amenaza para todos, y en primer lugar para el propio islam, cuyas voces más serenas y preclaras quedan ahogadas bajo el ronco griterío de unos pocos, ciertamente, pero con mucha capacidad de destruir. Sea como fuere, resultaría erróneo, además de injusto, tomar la parte por el todo.


Sufismo, una vía desconcertante y cordial


Hechas estas puntualizaciones previas, dispongámonos, por fin, a hablar de otro islam, afortunadamente mucho más rico y también cordial, y cuyo interés en occidente es cada vez mayor: el tasawwuf o sufismo, del que se suele decir que es la dimensión mística del islam, si bien va más allá de muchas de las convenciones islámicas, como veremos a lo largo de estas páginas. Por extraño que pudiera parecer, una de las definiciones que más me atrae del sufismo no procede del ámbito de la propia tradición sufí, sino que viene de fuera. Tal vez se trate de la definición más cabal que haya podido hacerse jamás. Se debe a Thomas Merton, gran amante y estudioso de la mística islámica a través de las obras de Louis Massignon, con quien mantuvo una fértil correspondencia epistolar, Henry Corbin y el iraní Seyyed Hossein Nasr. El monje trapense solía decir que el sufismo es un asunto realmente extraño. Y no le faltaba razón. Extraño y desconcertante, añadiría yo; y esa es, justamente, una de las razones de su poderoso influjo, por paradójico que pudiera parecer.






Efectivamente, los sabios sufíes sostienen que, en puridad, el verdadero conocimiento de la realidad divina únicamente puede ser no ya alcanzado sino intuido a través de la perplejidad y el desconcierto. “Todo en la religión”, afirmará Jalaluddín Rumí (1207-1273), “es perplejidad y admiración”. Los sufíes han sido siempre grandes maestros de la paradoja, de ahí, sin ir más lejos, su gusto por el aforismo sapiencial, preñado de sutilidad y muchas veces de humor, con el que persiguen, justamente, desconcertar y trascender la lógica racionalista. Decía, por ejemplo, Abu Bakr, uno de los primeros referentes de la comunidad islámica histórica: “La incapacidad de percibir es ya percibir”. Y el célebre sufí Abu Nasr Sarrâj (m. 988): “El último estado del hombre es retornar a su primer estado”.

El sufismo es un asunto extraño también por lo poco que sabemos de él. Y es que si nos paramos a pensar, del sufismo lo desconocemos con precisión casi todo. Sus orígenes son neblinosos, sus contornos difusos: hay más de un sufismo. Por no saber no sabemos ni cuál es exactamente la etimología del término árabe tasawwuf, que los orientalistas británicos y alemanes dieron en traducir por sufismo en las distintas lenguas europeas. A pesar de todo ello, sin embargo, nadie puede alegar que la realidad del sufismo haya sido fantasmagórica o marginal. Antes bien, el sufismo ha dejado una huella indeleble en las sociedades islámicas tradicionales, desde el arte, la música y la poesía a la configuración de los distintos gremios de artesanos, por ejemplo. En cierto modo, el sufismo puede ser entendido, según William C. Chittick, como una suerte de presencia espiritual invisible que ha animado desde dentro todas y cada una de las expresiones más auténticas del islam. Es, tal vez, en ese sentido como deba ser entendida la famosa sentencia del persa Alí ibn Ahmad Bushanji, pronunciada hace más de mil años: “Hoy, el sufismo es un nombre sin realidad; mientras que antes era una realidad sin nombre”. Muy probablemente, Bushanji pretendía subrayar lo inútil e inadecuado de todo intento por codificar, reglamentar, cosificar, el corazón de la tradición. El poeta cristiano libanés Khalil Gibran decía: “En la voluntad del hombre, hay un poder de anhelar lo que transforma su niebla interior en un sol”. El sufismo tiene que ver más con dicho poder interior transformador que con una ideología religiosa preestablecida de antemano.




La incertidumbre acerca del origen y significado del término tasawwuf se planteó muy pronto. En el siglo X, tercero de la hégira que marca el inicio del calendario islámico, Kalabadhi (m. 995), uno de los primeros sistematizadotes de la práctica sufí, recoge las diferentes hipótesis planteadas hasta entonces. Habrá quien sostenga que el término sufí derive del árabe suf, que significa lana, en alusión al humilde manto o khirqa con el que los primeros sufíes, conocidos por sus inclinaciones ascéticas, solían cubrirse, allá por el siglo VIII. Entre los estudiosos contemporáneos del sufismo existe una casi total unanimidad a la hora de dar por bueno dicho origen, tal vez el menos arriesgado y comprometido de todos. Para otros, siempre según Kalabadhi, la palabra sufismo derivaría de la expresión ashâbu-s-suffa, literalmente “la gente del banco”, con la que era conocido un reducido grupo de piadosos compañeros de Muhammad, profeta del islam, que vivían apostados en los aledaños de la mezquita de Medina en la que aquél predicaba. Por último, también había quien remitía el sufismo al verbo árabe safa que significa purificar, en referencia al trabajo espiritual llevado a cabo por el espiritual sufí, cuyo empeño vital no sería sino el de hacerse transparente a Dios.

Sea como fuere, lo cierto es que el término sufismo -un gerundio en árabe- fue aplicándose gradualmente a un grupo específico de musulmanes que se distinguía del resto de creyentes por poner el acento en ciertas enseñanzas y prácticas espirituales dimanadas tanto del Corán como de la sunna o tradición profética atribuida a Muhammad, quien en el sufismo es ensalzado básicamente por tres rasgos de su personalidad espiritual: humildad, caridad y sinceridad, sobre los que regresaremos más adelante.





Pero no sólo el nombre, también el propio origen del sufismo en sí es oscuro, hasta el punto de que ha habido quien, tanto dentro del islam como fuera de él, ha dudado de su filiación islámica, situando sus raíces ora en el cristianismo oriental ora en el budismo o la antigua religión persa de Zoroastro. Sin embargo, hoy casi nadie entre los más serios estudiosos de la espiritualidad islámica pone en cuestión que la fuente del sufismo se halla en el propio texto coránico. El islamólogo francés Henry Corbin, uno de los mayores expositores contemporáneos del sufismo, sobre todo el de raíz persa, tal vez el más sofisticado espiritualmente hablando, sostenía que: “El sufismo es, por excelencia, el esfuerzo de interiorización de la revelación coránica, la ruptura con la religión puramente legalista, el propósito de revivir la experiencia íntima del profeta Muhammad en la noche del mi’raix o ascensión nocturna; en último término, una experimentación de las condiciones del tawhîd (proclamación de la unidad divina) que lleve a la consciencia de que sólo Dios puede enunciar por sí mismo, en boca de su fiel, el misterio de su unidad”.


Sufismo y Corán
Es en el Corán, así pues, donde hallamos los gérmenes del sufismo, lo cual no excluye las influencias externas, máxime tratándose de una espiritualidad tan porosa e integradora como el sufismo. Un viejo adagio sufí afirma que el derviche es como un compás abierto: posee un pie bien anclado en el Corán, mientras que el otro danza a través del resto de tradiciones. El Corán, insito, constituye la primera fuente en la que abreva el sufismo. Un Corán que no se reduce para el espiritual sufí a una colección de normas morales de estricto cumplimiento, so pena de perecer bajo la ira divina. Tampoco se trata para él de un manual de piedad religiosa, ni mucho menos aún de un proyecto de constitución política. El filósofo indopakistaní Muhammad Iqbal, tan marcado por el pensamiento místico de Rumí, entendió muy bien cuál es el verdadero alcance del texto coránico. Escribe Iqbal en su libro La reconstrucción del pensamiento religioso en el islam, uno de los hitos del reformismo islámico de principios del siglo XX: “El objetivo principal del Corán es despertar dentro del hombre una consciencia más alta de sus múltiples relaciones con Dios y el universo”.

La aproximación sufí al Corán parte de algunas premisas básicas:
a) Primeramente, que el texto coránico posee varios niveles de significación, siete según un célebre hadiz muy caro a la tradición sufí. De hecho, todo el sufismo se construye sobre la noción coránica de misterio (gayb), entendido éste en tanto que dimensión de la realidad no perceptible a simple vista. Según dicha concepción coránica, las cosas, el Corán incluido, poseen otra dimensión interior, implícita, que es, además, la que da sentido a cuanto percibimos mediante nuestros sentidos. La unidad subyacente a la multiplicidad es el tema esencial del pensamiento místico sufí, cuyo representante más preclaro es el murciano del siglo XIII Ibn ‘Arabí, conocido por su polémica formulación de la “unidad de la existencia” (wahdah al-uyûd).

b) En segundo lugar, que el hombre goza del potencial intrínseco para descubrirlos. Ese es el sentido profundo que los espirituales sufíes otorgan a la siguiente aleya coránica: “Y enseñó -Dios- a Adán todos los nombres” (Corán 2, 31). Adán, padre del género humano, creado a imagen de Dios (‘ala surati-hi), según reza una conocida tradición profética (hadiz), posee dentro de sí mismo una gran potencialidad de conocimiento, casi infinita. El hombre capaz de Dios constituye uno de los temas fundamentales del pensamiento místico islámico. Rumí considerará que no basta con nacer para ser considerado un ser humano. Según el bardo persa, sólo cuando el hombre restaura y actualiza su naturaleza primordial o fitra, teomórfica, puede realmente ser conceptuado como un hombre en el sentido más profundo del término.

c) Y, finalmente, que la tarea interpretativa no conoce límite ni fin, entre otras cosas ya que el propio Corán es, a ojos sufíes, menos un libro cerrado, concluido de una vez por todas, que una palabra viva que se le está revelando al hombre a cada instante. Según el lenguaje simbólico de Ibn ‘Arabí podría decirse que el viaje del Corán, su incesante flujo de significaciones, aún no ha finalizado, ni jamás finalizará, puesto que no posee ni principio ni fin. Escribe el sabio murciano: “Este viaje -el del Corán- no cesa jamás mientras las lenguas lo reciten interiormente o en voz alta. La noche del destino -en la que se le reveló por primera vez el Corán a Muhammad- que perdura en realidad para el fiel no es otra que su propia alma purificada y sin mácula”.

Tanto Ibn ‘Arabí como el propio Rumí poseen lo que podríamos denominar una concepción dinámica del Corán. Para ambos, la vida -y, por supuesto, también el texto coránico- es movimiento constante, flujo durable. Detener dicho movimiento, supone paralizar la vida, morir. En el caso del Corán, primar una sola lectura restrictiva o vetar siquiera posibilidad de ejercer la libre interpretación, supone matar el libro. Rumí advierte a propósito de los peligros de dicho proceder con una bella imagen acuática: “Cuando el agua se estanca se convierte en veneno”. Otro gran poeta del siglo XIII, el egipcio Ibn al-Fârid, tal vez el más persa de cuantos poetas sufíes árabes han habido, cantaba refiriéndose al Corán: “Allí, bajo las palabras del texto, se oculta una ciencia sutil que sobrepasa la comprensión de las inteligencias más poderosas”.



Pues bien, dicha ciencia que trasciende la literalidad coránica, aunque sin anularla, es la que el sufismo ha cultivado y cultiva, gracias fundamentalmente al ejercicio del llamado ta’wil o hermenéutica espiritual. El ta’wil, que etimológicamente significa en árabe “remitir algo a su origen o principio”, se nos presenta como una aprehensión simbólica del texto coránico, una forma de comprender que es más que un simple modo de interpretar racional. Sobre todo porque comprender no es algo que tenga que ver únicamente con la razón; comprender es una cuestión que compromete a la totalidad del ser. La comprensión a la que el sufí hace referencia también implica admiración y perplejidad. Lo hemos dicho ya antes por boca de Rumí: todo en la religión es admiración. El sufí Shibli entendió muy bien el alcance exacto de la comprensión y acto del conocimiento. Según él, comprender entraña siempre asombrarse. Asombrarse y superar todo dualismo entre quien conoce y el objeto conocido. Quien comprende, quien se aventura en la exégesis simbólica, se transforma en el acto mismo de comprender; en una palabra, se desegocentriza. Por eso, el exegeta es, literalmente, “quien sale de sí mismo” en éxodo, más allá de cualquier deseo egoísta. Al fin y al cabo, conocer buscando algo de antemano equivale a reforzar el ego, como apunta el epistemólogo Marià Corbí.

De ahí que el acto de conocer del sufí, al igual que el amor que expresa, lo sea sin objetivo alguno, gratuito, desinteresado. Alí ibn Talib, primo y yerno del profeta Muhammad, verdadero paradigma de la espiritualidad islámica, acostumbraba a pronunciar esta breve plegaria que ilustra bien el proceder desprendido del sufí fruto del radical descentramiento de sí: “¡Dios mío! No te adoro por temor al fuego del infierno ni por que ansíe los dones de tu paraíso, sino simplemente porque eres digno de ser amado”. Rumí, cuyos poemas escrutan el trasfondo de lo visible y constituyen destilaciones de lo más genuino y fieramente humano, instaba a los suyos a tener sed más que a perseguir el agua. Como el buen arquero -y el tiro con arco constituía en el pasado una de las prácticas de la educación espiritual del derviche-, el sufí ha sabido renunciar a todo deseo de dar en la diana, como bien refiere Mustafá Kani, el gran compilador turco de dicha disciplina, incluso si dicha diana se llama Dios. El sufí nos habla de una divinidad más allá incluso de Dios. Además, a Dios no se le encuentra buscándolo, si bien quienes no lo buscan jamás lo hallarán.



Un saber y un sabor

Según Henry Corbin, lo hemos citado anteriormente, el viaje espiritual del sufí toma como modelo el llamado mi’rây o vuelo nocturno del profeta Muhammad, cuya realidad simbólica el sufí tratará de actualizar en sí mismo. Así pues, el sufismo es un saber, pero también un sabor. Un conocimiento que dimana de la meditación sobre los pasajes de mayor calado espiritual del Corán como acabamos de ver, y una experiencia transformadora. Si algo tiene el sufismo es haber sabido conjugar lo intelectual y lo experiencial. Veamos lo que Sohravardí, padre de la teosofía iluminativa, decía al respecto: “…una investigación filosófica que no desemboca en una realización espiritual personal, es una vana pérdida de tiempo, y la búsqueda de una experiencia mística, sin una seria formación filosófica previa, tiene todas las probabilidades de perderse en aberraciones, ilusiones y extravíos”.





La investigación filosófica a la que el joven teósofo persa Sohravardí se refiere aquí en modo alguno tiene que ver con un frío y distante intelectualismo, a la manera de los filósofos clásicos pero también de los teólogos. Antes bien, constituye una suerte de guía ante los peligros de un viaje espiritual que no sabe de comodidades y en el que el ser humano ha de poner en juego todo cuanto posee, todo lo que es. Mientras que los filósofos se han limitado a lo largo de la historia “a dar vueltas al templo”, como denunciaba Hegel, el sufí ha tratado de entrar en él, esto es, de penetrar sin temor en el ámbito del misterio de lo sagrado. Pero, no nos equivoquemos, el sufí no es un perseguidor de experiencias, de sensaciones epidérmicas y vaporosas. El sufí no pretende sentir nada extraordinario o paranormal. La experiencia espiritual a la que aquí nos referimos es de otro orden. Expresado en términos clásicos, diríamos que tiene que ver con un sentirse habitado por Dios, algo que, sin duda, pacifica los corazones. El sufí es aquel ser humano vaciado de sí mismo a través del cual transita libre la Palabra.

Los maestros sufíes insisten en afirmar que el sufismo consiste en una experiencia gustativa. A diferencia del fiel común, el sufí no necesita creer en nada. No es la sumisión ciega a ninguna fe lo que le distingue. El sufí no precisa creer porque ha visto. Al-Alawi, maestro sufí contemporáneo, de quien Martin Lings trazó un excepcional retrato biográfico, decía: “La fe es necesaria para los religiosos, pero deja de serlo para los que van más lejos y llegan a autorrealizarse en Dios. Entonces, uno no cree más, porque ve. Ya no hay más necesidad de creer cuando uno ve la verdad”.

El gran místico persa Fariduddín ‘Attar (m. 1230), de quien Rumí afirmó que había recorrido las siete ciudades del amor, en reconocimiento a su alto grado de santidad, describió la experiencia mística del sufí en El lenguaje de los pájaros, célebre libro en el que el autor utiliza la figura del viaje iniciático como pretexto literario para mostrar la transformación interior de quien se adentra en la senda del sufismo. El viaje constituye la combustión, es lo que nutre el deseo de quien arde en su interior. ‘Attar narra en el texto el largo periplo que treinta pájaros (en persa, si morgh) emprenden a la búsqueda de Dios, simbolizado en el texto por el legendario Simorgh, rey de los pájaros según la mitología persa. Al llegar a su objetivo, los treinta pájaros descubrirán atónitos que Dios no es otro que ellos mismos. En efecto, los treinta pájaros (si morgh) son el supremo pájaro divino (Simorgh), según el bello juego de palabras fonético empleado por el autor.



Pero antes de alcanzar su objetivo, un objetivo, por cierto, que no está fuera sino dentro de ellos mismos (“Dios está más cerca del hombre que su propia vena yugular”, puede leerse en el Corán 50, 16), los treinta pájaros han de recorrer y atravesar los siete valles del camino espiritual, a saber: el de la búsqueda, el amor, el conocimiento, el desasimiento, la unidad, la admiración y, por último, el de la realización en la aniquilación o muerte mística, llamada faná en el léxico técnico árabe y que bien pudiéramos traducir por anonadamiento. Rumí, nuevamente, expresa así la intensidad del radical despojamiento que comporta la experiencia de faná: “No ser nada es la condición primera para ser”.

“Morid antes de morir”, recomienda Muhammad a los suyos en un célebre hadiz especialmente meditado en la tradición sufí. Efectivamente, el viaje espiritual implica un total vaciamiento interior, esa muerte de la que nos habla el profeta del islam, o lo que es lo mismo, un silenciamiento absoluto del ego que no es ausencia sino plenitud. A veces se ha dicho del sufí que es quien nada posee y no es poseído por nada.


Tensión Islam/Sufismo
Como puede colegirse de lo hasta ahora dicho, la experiencia espiritual del sufismo, sus premisas, sus maneras, su talante incluso, le ha granjeado no pocos problemas con el islam de juristas y teólogos. El sufismo no es un islam cualquiera, no se trata de una mera manifestación piadosa de la religión islámica. El sufismo, en cierta medida, apunta desde sus inicios a trascender los límites de la propia religión. De ahí que pueda afirmarse que el sufismo en su vertiente más atrevida es algo así como un hijo emancipado del islam. Ha nacido en su seno y posee dicha filiación islámica, por supuesto, pero hace tiempo que dejó la casa paterna. Por el contrario, también es cierto que existe otro sufismo, a mi modo de ver menor, que podríamos definir como una suerte de islam piadoso, cuyo objetivo final no es sino suavizar en cierta manera los rigores de la ley religiosa islámica.

Desde el primer sufismo no se concibe, por ejemplo, ser musulmán para ser musulmán, sino para ser un hombre completo, tal como apuntamos con anterioridad. Rumí, que se definía a sí mismo como “el esclavo del Corán mientras esté vivo, el polvo del camino que pisa Muhammad”, instaba a sus alumnos de esta manera:

“Más, mucho más allá del islam has de ir
si quieres encontrar al Amigo,
el sol que ilumina el camino”.

Con todo, hay que subrayar que ciertamente no hay sufismo sin islam, pero también que éste no puede constreñir la experiencia espiritual última, una experiencia que no sabe ya de límites ni barreras, nombres, etiquetas o formas. En ese sentido, bien podría decirse que el sufismo, llamado a veces din-ul-hubb, la religión del amor, es un islam sin islam. Pero abundemos un poco más en este punto que considero crucial. Tradicionalmente, el itinerario espiritual sufí se ha dividido en tres grandes momentos o etapas progresivas, que a veces se desdoblaron en cuatro, a saber: sharia, tariqa, haqiqa y ma’arifa. La sharia, literalmente el camino ancho, es todo aquello que corresponde a la vía externa que todo musulmán, por el hecho de serlo, trata de realizar. Por ejemplo, todo musulmán ora. El sufí comparte dicha sharia, traducida a veces de forma abusiva como ley islámica, pero sin aferrarse ella, sino con la intención de trascenderla, gracias sobre todo a la lectura simbólica que de ella realiza. La tariqa, en árabe camino estrecho, constituye la dimensión interior de la sharia. El sufí que ingresa en la tariqa trasciende las formas externas religiosas, pero no negándolas sino mediante su interiorización. La ley religiosa común dice que no se ha de mentir, por ejemplo. Pero entre no mentir y ser una persona verídica hay mucha diferencia. Pues bien, el sufí es aquél que compromete su vida en dicho reto. Lo que ha de quedar claro es que no hay tariqa sin la experiencia previa de la sharia. Sería tan absurdo como si un estudiante de medicina, por ejemplo, quisiera especializarse en neurología, pongamos por caso, sin antes haber cursado ni anatomía ni fisiología. Lo cual tampoco significa que la gran maravilla del cuerpo humano se agote en músculos y huesos. En otras palabras: la sharia no lo es todo.


Finalmente, el esfuerzo efectuado en la tariqa conduce a la haqiqa que no es sino la experiencia de la certeza de lo real. Una conocida súplica del profeta Muhammad dice así: “¡Señor, hazme ver las cosas tal como son!”. Pues bien, eso es la haqiqa, ver la realidad tal cual es y no como yo deseo verla, ver las cosas tal como son… ¡y no como somos! De ahí que a veces se haya dicho que el sufismo no es sino abrir los ojos, despertar, ver sin los velos del ego que distorsionan la realidad, lo cual comporta un cambio radical de la mirada. En realidad, todas las prácticas sufíes van encaminadas a un solo objetivo: permitir a las personas abrir los ojos. Abu Said Abi-l-Jair era muy explícito cuando afirmaba que el camino sufí comportaba dar un solo paso: ¡salir de nosotros mismos para ver!


Algunos maestros sufíes añaden a dicha tríada una cuarta etapa, la ma’arifa, que podríamos traducir por conocimiento sapiencial. Dicha etapa atañe a la dimensión comunitaria de la experiencia espiritual. La experiencia luminosa del sabio cobra sentido en la medida que sirve para iluminar a los demás. El sufismo es, en ese sentido, una espiritualidad compartida. Si la tariqa sería el esfuerzo del ascenso a la montaña de la espiritualidad y la haqiqa llegar a la cima de la realización, la ma’arifa constituiría el descenso de la montaña al valle en el que el sufí comparte con el resto su experiencia. Se entra en la tariqa como un hombre y se sale por la puerta de la haqiqa convertido en un sabio.





Así pues, el sufí ni es un filósofo ni un frío teólogo ni un hombre típico de religión. El sufí es plenamente consciente de que una tradición religiosa sin vivencia mística corre el riesgo de convertirse en pura ideología, tal como hoy podemos observar con el islamismo político, obsesionada con subrayar los aspectos exteriores -¡y muchas veces accidentales incluso!- de una fe mecánica. Ya lo hemos dicho, el sufí no tiene suficiente con creer y menos aún con cumplir ciegamente. Sea como fuere, para entender bien lo que el sufismo es y cual su alcance, se impone efectuar una distinción fundamental: entre religión a secas y mística, a falta de mejor expresión. Mientras la religión, concebida como un sistema de creencias y rígida moral, pretende salvar al hombre mediante la fe y la obediencia, la mística, en este caso el sufismo, pretende transformarlo, o si se quiere, salvarlo transformándolo.



Conclusión: la religión del amor


Y qué mejor elemento transformador que el amor. Ya hemos referido con anterioridad como algunos maestros sufíes, Ibn ‘Arabí, sin ir más lejos, definían el sufismo como una suerte de mística del amor. De hecho, tanto su trayectoria espiritual como la de Rumí -tal vez los dos grandes polos del sufismo: uno occidental, árabe, andalusí; el otro oriental, persa- podría resumirse así: del islam al sufismo y de este a la religión del amor. El sufismo es una espiritualidad islámica cordial, y lo es en el sentido más radicalmente literal del término, ya que, en efecto, tiene que ver con el cordis o corazón del ser humano, en tanto que espacio simbólico en el que sucede la verdadera transformación interior. El corazón como lugar dilecto del amor, ese gran saqueador de corazones.


Lejos, muy lejos, está el sufismo de la sombría religión, tantas veces hostil a la vida, en que el islamismo radical ha convertido al islam. Lejos, muy lejos, también de las visiones malévolas de quienes desean hacernos creer que más allá del bronco islam no hay nada más. Como reza un viejo adagio derviche: “Un santo lo es para todo el mundo”, del mismo modo que la luz del sol iluminan a todos por igual. En ese sentido, el sufismo no es patrimonio exclusivo de nadie, sino que forma parte del gran atlas universal de la gran aventura espiritual de la humanidad. Una tradición está viva en la medida en que puede aportar algo al conjunto de la humanidad, más allá de su estricto ámbito natural, independientemente de toda identidad religiosa. Ese es, a mi modo de ver, el único criterio de validez hoy en día. Ciertamente, dos piedras no pueden ocupar un mismo lugar, pero dos fragancias sí.


El sufismo no ha tenido jamás conexión alguna con la geografía, aunque históricamente ha gozado, cierto es, de más influencia en algunas zonas que en otras. Por ejemplo, ha desempeñado un papel mucho más central en las culturas turca y persa que no en la árabe. Por todo ello, y por muchas cosas más que dejamos para otra ocasión, el sufismo es un asunto extraño y desconcertante, como bien intuyó Thomas Merton. Extraño, desconcertante …¡y cordial! Concluyamos con unos versos de Ibn ‘Arabí que no necesitan comentario alguno:


“Mi corazón adopta todas las formas:
pastos para las gacelas y monasterio para el monje.
Es templo para los ídolos, Ka’aba para el peregrino,
tablas de la Torá y páginas del Corán.
Sigo la religión del amor
y hacia donde sus jinetes van yo me dirijo,
pues es el amor mi única fe y religión”.




(Publicado en Qüestions de Vida Cristiana, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, nº 224, diciembre 2006, pp. 56-68)

Lecturas recomendadas

  • Abbas Kiarostami, Compañero del viento (Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, 2006).
  • José Antonio Antón Pacheco, Intersignos. Aspectos de Louis Massignon y Henry Corbin (Athenaica, 2015).
  • Khalili, Una asamblea de polillas (Mandala, 2012).
  • Masood Khalili, Los susurros de la guerra (Alianza, 2016).
  • Olga Fajardo (ed.), La experiencia contemplativa. En la mística, la filosofía y el arte (Kairós, 2017).
  • Seyed Ghahreman Safavi, Rumi's Spiritual Shi'ism (London Academy of Iranian Studies, 2008).
  • Shams de Tabriz, La quête du Joyau. Paroles inouïes de Shams, maître de Jalâl al-din Rûmi. Trad. Charles-Henry de Fouchécour (CERF, 2017).
  • Tom Cheetham, El mundo como icono. Henry Corbin ya la función angélica de los seres, (Atalanta, 2018).

¡Ah... min al-'Eshq!

"A nosotros que, sin copa ni vino,
estamos contentos.
A nosotros que, despreciados o alabados,
estamos contentos.
A nosotros nos preguntan: “¿En qué acabaréis?”.
A nosotros que, sin acabar en nada,
estamos contentos"

Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

¡... del movimiento a la quietud!

... de la palabra al silencio !!!

"Queda mucho por decir,
pero será Él quien te lo diga
para que lo entiendas, no yo"

Mawlânâ Yalâl al-Dîn Rûmî (m. 1273)